Napoleón Bonaparte
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Napoleón Bonaparte
Napoleón Bonaparte
Autor: REVISTA OJO , 12 de Agosto de 1969.
“En realidad, este no es un francés ni un hombre del siglo XVIII: pertenece a otra raza y otro tiempo. Mirándolo se distingue en él lo extranjero; italiano, diríamos: italiano de nacimiento y de sangre.” Lapidario, Hipólito Taine coincide con su coterráneo Louis Medelin, para quien Napoleón “es el descendiente no degenerado de la antigua Roma”.
Claro que ni siquiera el hecho de entroncarse en una noble familia toscana exime al héroe de su nacionalidad francesa; adoptada de hecho por él mismo –reivindican sus biógrafos-, sería injusto negársela. No queda otro remedio, sin embargo: ya en el siglo XI aparecen vestigios –tal vez los primeros- de Buonapartes viviendo en la península.
Uno de ellos asocia el apellido familiar con la Primera Cruzada; otro siembra con sus descendientes la ciudad de Florencia; un tercero, víctima del mismo principio expansionista, se instala en Treviso. Dos siglos después, un tal Guglielmo Buonaparte, patricio florentino, partidario ardoroso de la fracción gibelina, se enreda en los sangrientos encontronazos con los güelfos invasores.
Eso basta para que lo echen de Florencia. Termina por establecerse en Sarzana, una provincia de la República Genovesa. El leve renombre que alcanzó a cosechar allí fue suficiente para que sus hijos y nietos acopiaran puestos públicos: síndicos, notarios, consejeros políticos y administrativos.
El rosario de dómines se interrumpe cuando Francesco cede a sus movedizos antecedentes y zarpa –a mediados del 1500- rumbo a Ajaccio, en la isla de Córcega. Iban a pasar dos siglos antes que los sucediera Carlo, un aventajado estudiante de jurisprudencia de la ciudad toscana de Pisa, que llega a detentar el cargo de asesor en el tribunal de Ajaccio.
En 1764, se casa con María Leticia Ramolino, “mujer ardiente y dueña de temible carácter, descendía de antiquísima familia lombarda, por añadidura noble, que en los comienzos del 1300 ostentara un poder casi soberano sobre algunas regiones de la desolada Lombardía”.
Tenía 14 años cuando Carlo (18) la desposó. A los 20, había engendrado cinco hijos; llegó a 13, número fatídico, ya que apenas ocho iban a sobrevivir: el primogénito José, Napoleón, Luciano, Jerónimo, Luis, Carolina, Elisa, Paulina.
Toda la familia sería complicada por una transacción: la venta de Córcega a Francia creó un foco de resistencia nacionalista capitaneado por Pascual Paoli. Carlo Buonaparte se enroló en las filas del guerrillero y perdió por eso honor y fortuna. El fracaso de Paoli no pudo, empero, lograr que Carlo variara la educación de sus hijos: los formó como corsos. “Hizo de ellos –narra un historiador- miembros de una resistencia en la que ni él mismo creía. En efecto, jamás abjuró de una confesa simpatía por Francia y, con el tiempo, reconcilióse con aquellos habitantes de la isla que festejaban la soberanía francesa.”
La belleza de su mujer sirvió –además- para que la isla les reconociera los añejos blasones y en 1779 designara a Carlo representante de Córcega ante la corte de París. En 1785 un cáncer de estómago canceló la vida del converso visionario. Habían pasado 16 años desde el mediodía de aquel día, “desde ese 15 de agosto de 1769 en que María Leticia –católica devota- marchó como de costumbre hacia la iglesia. Las contradicciones la detuvieron a mitad de camino, volvió hacia la casa, no pudo, siquiera llegar hasta el dormitorio, quebrada como estaba por los dolores del parto. Dio a luz allí nomás, sobre unas viejas alfombras que adornaban la planta baja”.
Tanta minuciosidad es falsa si hay que creerle a los revisionistas italianos: “Napoleón –juran- vino al mundo un 5 de febrero de 1768, cuando la Isla de Córcega era todavía una pertenencia de Génova”.
Para dudar, es suficiente esgrimir el acta de bautismo del héroe, firmada por el ecónomo Balta Diamante de la Catedral de Nuestra Señora de Ajaccio y refrendada por los testigos Lorenzo Giubica y el propio Carlo Buonaparte, todavía encendido guerrillero. “El año de mil setecientos setenta y uno –dice-, en veinte de julio, se han cumplido las sagradas ceremonias y plegarias sobre Napoleón, hijo del legítimo matrimonio de don Carlo (hijo de José Buonaparte), y de doña María Leticia, su esposa, habiendo nacido el 15 de agosto de 1769.”
El tiranuelo familiar
“El peculiar temperamento que exhibía el niño Napoleón –corean sus hagiógrafos- lo convirtió en un verdadero tiranuelo dentro de su familia.” La primera víctima habría sido su hermano José, el mayor, futuro Rey de España, “una víctima propiciatoria de sus arranques”. La madre podía más que el esmirriado José cuando se trataba de contener los tormentosos ataques del hijo iracundo.
Fue acaso una idea materna la de emplear la influencia familiar frente al Arzobispo de Lyon, un dispensador de becas que iba a beneficiar con tres de ellas a los Buonaparte. Una le sirvió a José, destinado al seminario teológico de Autun; otra, a una de las mujeres, que fue a parar al Pensionado Real de Saint-Cyr; la última, en fin, confinó a Napoleón a la Academia Militar de Brienne. El aparente castigo iba a resolver el destino del corso.
“Porque todo lo que no había sido otra cosa que juego, en las escaramuzas infantiles de la isla, se convirtió de pronto en una profesión: ganar guerras no era, ya, una forma de aniquilar chicos o conquistar frutas y dominios inexistentes.” La obvia explicación de Arelle D'Ardignac no puede disimular, sin embargo, una realidad: Napoleón Buonaparte se encontrará a sí mismo en esa academia donde todos son enemigos. Después, en una escuela superior, chocará con los mismos odios mezquinos; más aún, va a tropezar con una realidad social y estratégica: la aristocracia.
“En el fondo –cuenta una historia-, su naturaleza era la de un niño semisalvaje; estaba fundida indisolublemente al ambiente voluptuoso de la isla.” El 15 de diciembre de 1778, se embarcó, junto con su padre y su hermano José, rumbo al continente. El destino de don Carlo estaba en la Corte; el de ambos hermanos, en el seminario de Autun. Napoleón permanecería en ese ámbito sosegado hasta el 23 de marzo: a esa altura ya comprendía el francés y lo hablaba; un prodigio, teniendo en cuanta que tres meses antes ni lo balbuceaba siquiera, acostumbrado como estaba a hablar un “italiano pegajoso, ese idioma con que lo dotó su educación básica en la isla.”
Claro que “si bien su infancia no estuvo sembrada de hallazgos intelectuales, siempre gozó planificando batallas infinitas y triunfos prodigiosos. Una proposición de cálculo matemático lograba, también, horadar su flaca disposición al pensamiento abstracto”.
Con menos de diez años ingresó a Brienne e inmediatamente se tornó suave, tranquilo. “Daba (Napoleón) pruebas de gran sensibilidad y de una emoción a flor de piel.” Nada de eso le serviría para simpatizar con sus camaradas: un odio mutuo lo escindió de ellos desde el principio”. Señoritos franceses “educados en el más puro estilo cortesano, se burlan del montaraz, hacen befa de esa pronunciación isleña, que destrozaba el nombre en la propia boca del interesado: se presentaba como “Napoilloné”. “La paille au nez” (la paja en la nariz) parodiaban los futuros militares.
“Furioso, el ofendido intentaba resistirse, pero ganaba sólo humillantes represalias que lo enfurecían más”. Eligió un confidente único para vomitar sobre él todos sus denuestos: “A estos franceses –le aseguraba- haré algún día todo el mal que pueda”. Un par de cualidades alcanzaban para distinguirlo sobre sus compañeros y frente a los profesores: su consistencia en matemáticas y cálculos, y el dominio de su férreo carácter “virtud que logró al cabo de un tiempo”.
Ese detalle sirvió, también, para ganarle el respeto de su padre y el de un tío, Luciano, quien lo convocó junto a su lecho de muerte y, en su presencia, advirtió a José: “Tú eres el primogénito de la familia, pero su jefe es Napoleón; no lo olvides nunca”.
“¡Un hombre, señor!”
“Era granito caldeado en un volcán”, lo recordó Domairon, su profesor de letras; el de alemán, un tal Brauer, no pensaba lo mismo: cuando se enteró que postulaba su ingreso a la artillería dudó:
“¿Es que sabe algo, acaso?”
“No hay mejor matemático en la Escuela”, le respondieron.
“Siempre pensé que los matemáticos no hacen otra cosa que estupideces.”
En el exilio, Napoleón comentaría al Conde de Las Cases: “Sería interesante saber si el señor Bauer vivió lo bastante como para complacerse en su terminante juicio”.
Pero no eran sólo los números. Cuando descubrió a Rousseau y su Contrato Social, Napoleón encontró, al mismo tiempo, su evangelista y su evangelio. Ya nadie osará molestarlo cuando se aísla en un rincón de la Escuela a reflexionar. Su impertinente soltura va a conseguirle el odio de varios profesores. Uno llegó a gritarle:
“¿Quién eres para responder de esa manera?”
“¡Un hombre, señor!”
Al dejar Brienne, ya Napole ón está maduro para ingresar a la Escuela Militar de París, en la que se educan los que luego serán gentilhombres del rey. Allí tropieza nuevamente con la oposición de maestros y condiscípulos. Un observador, L' Esquille, afirma entonces: “Corso de nacionalidad y de carácter, irá muy lejos si las circunstancias lo favorecen”.
Primera coyuntura favorable: el 30 de octubre de 1784, a los 15 años, cuando se convierte en alumno de la academia de París. Claro que no desea nuevos amigos ni lo deslumbra el hecho de codearse con los retoños “de una aristocracia agonizante”. Por supuesto que, como contrapartida, obtiene aislamiento, desdén. “Por supuesto, distribuí muchas bofetadas en ese tiempo”, recordaría después.
“Mejor un enemigo conocido que un amigo a la fuerza”, sentenciaría Napoleón al resumir su experiencia en las dos academias; a la vez, para ostentar un anticipado maquiavelismo, llegó a decir que “el mejor modo de mantener la palabra empeñada es no darla jamás”. Pero sus detractores no se dejaron convencer por los desprecios que prodigaba a la nobleza. Afirmaban que, en el fondo, “ella lo seducía con susPo qué no? “Presenta la ventaja –dijo alguna vez- de concentrar la acción de gobierno en manos mucho menos peligrosas e inexpertas que las de una multitud ignorante”.
En 1785, cuando muere su padre, el futuro dueño de Europa no derrama una sola lágrima. Acaba de cumplir 16 años, es un militar, nunca ha sentido demasiado afecto, además, por su progenitor: “Traicionó a Paoli”, lo habría acusado. Esa muerte, sin embargo, le traería una preocupación nueva: la de sostener a su familia económicamente.
Una vez más, las circunstancias están de su parte. Aunque muy lejos de ser el mejor de su promoción (araña sólo el cuadragésimo segundo lugar, entre 58 cadetes con idéntico grado), es ya subteniente. El 28 de octubre de 1785, Napoleón Buonaparte (todavía no suprime esa u, la resonancia italiana del apellido) abandona la Escuela Militar de París y parte hacia su primer destino: un acantonamiento en el Delfinado, cerca de Valence, en el Sudeste de Francia.
Autor: REVISTA OJO , 12 de Agosto de 1969.
“En realidad, este no es un francés ni un hombre del siglo XVIII: pertenece a otra raza y otro tiempo. Mirándolo se distingue en él lo extranjero; italiano, diríamos: italiano de nacimiento y de sangre.” Lapidario, Hipólito Taine coincide con su coterráneo Louis Medelin, para quien Napoleón “es el descendiente no degenerado de la antigua Roma”.
Claro que ni siquiera el hecho de entroncarse en una noble familia toscana exime al héroe de su nacionalidad francesa; adoptada de hecho por él mismo –reivindican sus biógrafos-, sería injusto negársela. No queda otro remedio, sin embargo: ya en el siglo XI aparecen vestigios –tal vez los primeros- de Buonapartes viviendo en la península.
Uno de ellos asocia el apellido familiar con la Primera Cruzada; otro siembra con sus descendientes la ciudad de Florencia; un tercero, víctima del mismo principio expansionista, se instala en Treviso. Dos siglos después, un tal Guglielmo Buonaparte, patricio florentino, partidario ardoroso de la fracción gibelina, se enreda en los sangrientos encontronazos con los güelfos invasores.
Eso basta para que lo echen de Florencia. Termina por establecerse en Sarzana, una provincia de la República Genovesa. El leve renombre que alcanzó a cosechar allí fue suficiente para que sus hijos y nietos acopiaran puestos públicos: síndicos, notarios, consejeros políticos y administrativos.
El rosario de dómines se interrumpe cuando Francesco cede a sus movedizos antecedentes y zarpa –a mediados del 1500- rumbo a Ajaccio, en la isla de Córcega. Iban a pasar dos siglos antes que los sucediera Carlo, un aventajado estudiante de jurisprudencia de la ciudad toscana de Pisa, que llega a detentar el cargo de asesor en el tribunal de Ajaccio.
En 1764, se casa con María Leticia Ramolino, “mujer ardiente y dueña de temible carácter, descendía de antiquísima familia lombarda, por añadidura noble, que en los comienzos del 1300 ostentara un poder casi soberano sobre algunas regiones de la desolada Lombardía”.
Tenía 14 años cuando Carlo (18) la desposó. A los 20, había engendrado cinco hijos; llegó a 13, número fatídico, ya que apenas ocho iban a sobrevivir: el primogénito José, Napoleón, Luciano, Jerónimo, Luis, Carolina, Elisa, Paulina.
Toda la familia sería complicada por una transacción: la venta de Córcega a Francia creó un foco de resistencia nacionalista capitaneado por Pascual Paoli. Carlo Buonaparte se enroló en las filas del guerrillero y perdió por eso honor y fortuna. El fracaso de Paoli no pudo, empero, lograr que Carlo variara la educación de sus hijos: los formó como corsos. “Hizo de ellos –narra un historiador- miembros de una resistencia en la que ni él mismo creía. En efecto, jamás abjuró de una confesa simpatía por Francia y, con el tiempo, reconcilióse con aquellos habitantes de la isla que festejaban la soberanía francesa.”
La belleza de su mujer sirvió –además- para que la isla les reconociera los añejos blasones y en 1779 designara a Carlo representante de Córcega ante la corte de París. En 1785 un cáncer de estómago canceló la vida del converso visionario. Habían pasado 16 años desde el mediodía de aquel día, “desde ese 15 de agosto de 1769 en que María Leticia –católica devota- marchó como de costumbre hacia la iglesia. Las contradicciones la detuvieron a mitad de camino, volvió hacia la casa, no pudo, siquiera llegar hasta el dormitorio, quebrada como estaba por los dolores del parto. Dio a luz allí nomás, sobre unas viejas alfombras que adornaban la planta baja”.
Tanta minuciosidad es falsa si hay que creerle a los revisionistas italianos: “Napoleón –juran- vino al mundo un 5 de febrero de 1768, cuando la Isla de Córcega era todavía una pertenencia de Génova”.
Para dudar, es suficiente esgrimir el acta de bautismo del héroe, firmada por el ecónomo Balta Diamante de la Catedral de Nuestra Señora de Ajaccio y refrendada por los testigos Lorenzo Giubica y el propio Carlo Buonaparte, todavía encendido guerrillero. “El año de mil setecientos setenta y uno –dice-, en veinte de julio, se han cumplido las sagradas ceremonias y plegarias sobre Napoleón, hijo del legítimo matrimonio de don Carlo (hijo de José Buonaparte), y de doña María Leticia, su esposa, habiendo nacido el 15 de agosto de 1769.”
El tiranuelo familiar
“El peculiar temperamento que exhibía el niño Napoleón –corean sus hagiógrafos- lo convirtió en un verdadero tiranuelo dentro de su familia.” La primera víctima habría sido su hermano José, el mayor, futuro Rey de España, “una víctima propiciatoria de sus arranques”. La madre podía más que el esmirriado José cuando se trataba de contener los tormentosos ataques del hijo iracundo.
Fue acaso una idea materna la de emplear la influencia familiar frente al Arzobispo de Lyon, un dispensador de becas que iba a beneficiar con tres de ellas a los Buonaparte. Una le sirvió a José, destinado al seminario teológico de Autun; otra, a una de las mujeres, que fue a parar al Pensionado Real de Saint-Cyr; la última, en fin, confinó a Napoleón a la Academia Militar de Brienne. El aparente castigo iba a resolver el destino del corso.
“Porque todo lo que no había sido otra cosa que juego, en las escaramuzas infantiles de la isla, se convirtió de pronto en una profesión: ganar guerras no era, ya, una forma de aniquilar chicos o conquistar frutas y dominios inexistentes.” La obvia explicación de Arelle D'Ardignac no puede disimular, sin embargo, una realidad: Napoleón Buonaparte se encontrará a sí mismo en esa academia donde todos son enemigos. Después, en una escuela superior, chocará con los mismos odios mezquinos; más aún, va a tropezar con una realidad social y estratégica: la aristocracia.
“En el fondo –cuenta una historia-, su naturaleza era la de un niño semisalvaje; estaba fundida indisolublemente al ambiente voluptuoso de la isla.” El 15 de diciembre de 1778, se embarcó, junto con su padre y su hermano José, rumbo al continente. El destino de don Carlo estaba en la Corte; el de ambos hermanos, en el seminario de Autun. Napoleón permanecería en ese ámbito sosegado hasta el 23 de marzo: a esa altura ya comprendía el francés y lo hablaba; un prodigio, teniendo en cuanta que tres meses antes ni lo balbuceaba siquiera, acostumbrado como estaba a hablar un “italiano pegajoso, ese idioma con que lo dotó su educación básica en la isla.”
Claro que “si bien su infancia no estuvo sembrada de hallazgos intelectuales, siempre gozó planificando batallas infinitas y triunfos prodigiosos. Una proposición de cálculo matemático lograba, también, horadar su flaca disposición al pensamiento abstracto”.
Con menos de diez años ingresó a Brienne e inmediatamente se tornó suave, tranquilo. “Daba (Napoleón) pruebas de gran sensibilidad y de una emoción a flor de piel.” Nada de eso le serviría para simpatizar con sus camaradas: un odio mutuo lo escindió de ellos desde el principio”. Señoritos franceses “educados en el más puro estilo cortesano, se burlan del montaraz, hacen befa de esa pronunciación isleña, que destrozaba el nombre en la propia boca del interesado: se presentaba como “Napoilloné”. “La paille au nez” (la paja en la nariz) parodiaban los futuros militares.
“Furioso, el ofendido intentaba resistirse, pero ganaba sólo humillantes represalias que lo enfurecían más”. Eligió un confidente único para vomitar sobre él todos sus denuestos: “A estos franceses –le aseguraba- haré algún día todo el mal que pueda”. Un par de cualidades alcanzaban para distinguirlo sobre sus compañeros y frente a los profesores: su consistencia en matemáticas y cálculos, y el dominio de su férreo carácter “virtud que logró al cabo de un tiempo”.
Ese detalle sirvió, también, para ganarle el respeto de su padre y el de un tío, Luciano, quien lo convocó junto a su lecho de muerte y, en su presencia, advirtió a José: “Tú eres el primogénito de la familia, pero su jefe es Napoleón; no lo olvides nunca”.
“¡Un hombre, señor!”
“Era granito caldeado en un volcán”, lo recordó Domairon, su profesor de letras; el de alemán, un tal Brauer, no pensaba lo mismo: cuando se enteró que postulaba su ingreso a la artillería dudó:
“¿Es que sabe algo, acaso?”
“No hay mejor matemático en la Escuela”, le respondieron.
“Siempre pensé que los matemáticos no hacen otra cosa que estupideces.”
En el exilio, Napoleón comentaría al Conde de Las Cases: “Sería interesante saber si el señor Bauer vivió lo bastante como para complacerse en su terminante juicio”.
Pero no eran sólo los números. Cuando descubrió a Rousseau y su Contrato Social, Napoleón encontró, al mismo tiempo, su evangelista y su evangelio. Ya nadie osará molestarlo cuando se aísla en un rincón de la Escuela a reflexionar. Su impertinente soltura va a conseguirle el odio de varios profesores. Uno llegó a gritarle:
“¿Quién eres para responder de esa manera?”
“¡Un hombre, señor!”
Al dejar Brienne, ya Napole ón está maduro para ingresar a la Escuela Militar de París, en la que se educan los que luego serán gentilhombres del rey. Allí tropieza nuevamente con la oposición de maestros y condiscípulos. Un observador, L' Esquille, afirma entonces: “Corso de nacionalidad y de carácter, irá muy lejos si las circunstancias lo favorecen”.
Primera coyuntura favorable: el 30 de octubre de 1784, a los 15 años, cuando se convierte en alumno de la academia de París. Claro que no desea nuevos amigos ni lo deslumbra el hecho de codearse con los retoños “de una aristocracia agonizante”. Por supuesto que, como contrapartida, obtiene aislamiento, desdén. “Por supuesto, distribuí muchas bofetadas en ese tiempo”, recordaría después.
“Mejor un enemigo conocido que un amigo a la fuerza”, sentenciaría Napoleón al resumir su experiencia en las dos academias; a la vez, para ostentar un anticipado maquiavelismo, llegó a decir que “el mejor modo de mantener la palabra empeñada es no darla jamás”. Pero sus detractores no se dejaron convencer por los desprecios que prodigaba a la nobleza. Afirmaban que, en el fondo, “ella lo seducía con susPo qué no? “Presenta la ventaja –dijo alguna vez- de concentrar la acción de gobierno en manos mucho menos peligrosas e inexpertas que las de una multitud ignorante”.
En 1785, cuando muere su padre, el futuro dueño de Europa no derrama una sola lágrima. Acaba de cumplir 16 años, es un militar, nunca ha sentido demasiado afecto, además, por su progenitor: “Traicionó a Paoli”, lo habría acusado. Esa muerte, sin embargo, le traería una preocupación nueva: la de sostener a su familia económicamente.
Una vez más, las circunstancias están de su parte. Aunque muy lejos de ser el mejor de su promoción (araña sólo el cuadragésimo segundo lugar, entre 58 cadetes con idéntico grado), es ya subteniente. El 28 de octubre de 1785, Napoleón Buonaparte (todavía no suprime esa u, la resonancia italiana del apellido) abandona la Escuela Militar de París y parte hacia su primer destino: un acantonamiento en el Delfinado, cerca de Valence, en el Sudeste de Francia.
Re: Napoleón Bonaparte
idolo.. un idolo el petiso.. jaa
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